domingo, 2 de junio de 2013

Nuestra señora de París

Leído 14 enero 13

Y si queréis recibir de la antigua ciudad una impresión que la moderna ya no podría daros; subid una mañana de Pascua Florida o de Pascua de Pentecostés; subid, al salir el sol, a un punto alto desde el que dominéis la capital y presenciad el despertar de las campanas. Ved que, a una seña del cielo, porque es el sol quien lo hace, esas mil iglesias se estremecen a la vez. Primeramente, con campanadas sueltas que van de una iglesia a otra, como cuando los músicos templan los instrumentos para empezar a tocar. Luego os parece que en algún instante, el oído tiene también vista y entonces veis que de cada campanario se eleva algo que es semejante a una columna de sonido, a un humo de armonía. Al principio, la vibración de cada campana sube al espléndido cielo de la mañana, derecha, pura y, por decirlo así, separada de las demás. Después, poquito a poco, al aumentar los sones de sus voces, se mezclan, se confunden todas en una para formar magnífico concierto. Ya no es más que una masa de vibraciones sonoras que se despega sin cesar de los innúmeros campanarios, que flota, ondula, salta, remolinea sobre la ciudad y prolonga hasta más allá del horizonte el círculo ensordecedor de sus oscilaciones. No obstante esto, ese mar de armonía no es un caos; aún si hay mar gruesa, no pierde la transparencia. Veis serpentear separadamente cada grupo de notas que emiten las campanas; podéis oír el diálogo, alternativamente grave y chillón, de la carraca y el bordón; veis saltar las octavas de un campanario a otro, que se lanzan aladas, ligeras y silbantes de la campana de plata, que caen rotas y cojas de la campana de madera; admiráis en medio de ellas la rica gama que sube y baja sin cesar de las siete campanas de San Eustaquio; las veis correr a través de las notas claras y rápidas que trazan tres o cuatro zigzags luminosos y se desvanecen como relámpagos. Allá abajo está la abadía de San Martín, cantora que tiene una voz cascada y destemplada; aquí la voz aciaga de la Bastilla; al otro extremo el barítono de la torre del Louvre. La regia campana de palacio hace sin tregua trinos resplandecientes por todos lados sobre los cuales caen, de tiempo en tiempo, los golpazos de la campana de Nuestra Señora que les hace echar chispas como el yunque bajo los golpes del martillo. A intervalos veis pasar sones de todas formas que vienen del triple volteo de las campanas de Saint-Gemain-des-Prés. Después aún, de cuando en cuando, esta masa de sones sublimes se entreabre para dar paso al stretto del Ave María, que brilla como una piocha de pedrería. Debajo, en lo profundo del concierto, distinguís confusamente el canto interior de las iglesias que transpiran a través de los vibrantes poros de sus bóvedas. No hay duda de que es una ópera que vale la pena oír. Generalmente, el rumor que sale de Parías durante el día es porque la ciudad habla, y el que sale de la noche porque respira; pero, aquí, es porque la ciudad canta. Escuchad, pues, con atención ese tutti de los campanarios; esparcid por el conjunto el murmullo de medio millón de hombres, el eterno plañido del río, los soplos infinitos del viento, el cuarteto grave y lejano de los cuatro bosques colocados en las colinas del horizonte como enormes cajas de órgano, apagad así en una media tinta todo lo que el repique central tenga de demasiado bronco y demasiado agudo y decid si conocéis en el mundo cosa más rica, más alegre, más áurea, más deslumbrante que este tumulto de campanas, que este horno grande de música, que estas diez mil voces de bronce que cantan a la vez en flautas de piedra de trescientos pies de altura, que esta ciudad que no es sino una orquesta, que esta sinfonía que produce el fragor de una tempestad.
Nuestra Señora de París, Víctor Hugo

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