sábado, 7 de marzo de 2015

Pedagogía de la indignación


Leído 14 junio 13

Primera carta

... debo trabajar la unidad entre mi discurso, mi acción y la utopía que me moviliza. En este sentido, debo aprovechar cualquier oportunidad para manifestar mi compromiso con la realización de un mundo mejor, más justo, menos indecente, más sustancialmente democrático. También en este sentido es importante hacerle notar al niño que, enojado por cualquier cosa, se agita y agrede a puntapiés a los que están cerca, que existen límites reguladores de nuestra voluntad, como asimismo estimular la necesidad de autonomía o de autoafirmación de un niño tímido o cohibido.
A su vez, es preciso dejar en claro a través de discursos lúcidos y de prácticas democráticas que la voluntad sólo se vuelve auténtica en la acción de sujetos que asumen sus límites. La voluntad ilimitada es la voluntad despótica, negadora de otras voluntades y, en realidad, de sí misma. Es la voluntad ilícita de los “dueños del mundo” que, egoístas y arbitrarios, sólo se ven a sí mismos.
Me apena y me preocupa convivir con familias que experimentan la “tiranía de la libertad”, en la que los niños pueden todo: gritan, escriben en las paredes, amenazan a las visitas ante la autoridad complaciente de los padres que, encima, se creen campeones de la libertad. Sometidos al rigor sin límites de la autoridad arbitraria, los niños se encuentran con fuertes obstáculos para aprender a decidir, a elegir, a manifestar algún tipo de ruptura. ¿Cómo pueden aprender a decidir si se les prohíbe decir una palabra, indagar, comparar? ¿Cómo aprender la democracia en medio del desenfreno en el que, sin ningún límite, la libertad hace lo que quiere, o en medio del autoritarismo en el que, sin ningún espacio, la libertad jamás se ejerce?
Estoy convencido de que ninguna educación que pretenda estar al servicio de la belleza de la presencia humana en el mundo, al servicio de la seriedad del rigor ético, de la justicia, de la firmeza de carácter, del respeto a las diferencias, comprometida en la lucha por hacer realidad el sueño de la solidaridad puede concretarse al margen de la tensa y dramática relación entre autoridad y libertad. Tensa y dramática relación en la que ambas, autoridad y libertad, viviendo plenamente sus límites y sus posibilidades, aprenden casi sin tregua a asumirse como autoridad y como libertad. Sólo cuando viven con lucidez la tensa relación existente entre ambas, descubren que no son necesariamente antagónicas.
Partiendo de este aprendizaje, las dos se comprometen, en la práctica educativa, con el sueño democrático de una autoridad respetuosa de sus límites en relación con una libertad igualmente celosa de sus límites y de sus posibilidades.
Hay algo más de lo que me he venido convenciendo en el transcurso de mi ya larga experiencia de vida, en la que mi experiencia como educador ocupa una parte importante. Cuanto más y más auténticamente hayamos vivido la tensión dialéctica en las relaciones entre autoridad y libertad, mejor nos habremos capacitado para superar razonablemente una crisis de difícil solución para quien se entrega a las exageraciones licenciosas o para quien se somete a los rigores de la autoridad despótica.
La disciplina de la voluntad, de los deseos; el bienestar que resulta de la práctica necesaria, difícil de cumplir a veces pero que no obstante debería cumplirse; el reconocimiento de que lo que hicimos era lo que teníamos que hacer, y la capacidad de sobreponernos a la tentación de la autocomplacencia nos forjan como sujetos éticos, difícilmente autoritarios o sumisos o licenciosos. Seres dispuestos, más bien, a la confrontación de situaciones límite.
La libertad que desde un comienzo ha venido aprendiendo, vivencialmente, a constituir su autoridad interna mediante la interiorización de la externa vive con plenitud sus posibilidades. Y sus posibilidades devienen de la asunción lúcida, ética, de los límites, no de la obediencia cobarde y ciega a esos límites.
Mientras escribo, me viene a la memoria el ejemplo de una de esas exageraciones en el uso y en la comprensión de la libertad. Yo tenía 12 años y vivía en Jaboatão. Un matrimonio amigo de mi familia vino a visitarnos con su hijo, que tendría 6 o 7 años. El niño se subía a las sillas, lanzaba los almohadones a diestra y siniestra como si estuviera en guerra contra unos enemigos invisibles. El silencio de los padres daba cuenta de que aceptaban todo lo que el hijo hacía. De pronto hubo un poco de paz en la sala. El niño desapareció en el patio y enseguida volvió empuñando en la mano un pollito al borde de la asfixia. Entró en la sala ostentando, envanecido, el objeto de su victoria. Tímida, la madre intentó una pálida defensa del pollito, mientras el padre se refugiaba en un mutismo significativo. “Si siguen hablando –dijo el niño con firmeza, dueño absoluto de la situación–, mato al pollo.”
El silencio que nos envolvió a todos salvó al pollito. Por fin suelto, débil y a los tumbos, abandonó la sala como pudo. Atravesó la terraza y fue a esconderse entre las hojas de los culandrillos, que recibían los afanosos cuidados de mi madre.
Nunca olvidé el juramento que hice ante tamaño desenfreno: si alguna vez yo llegaba a ser padre, jamás sería un padre así.
Sin embargo, también me apeno y me preocupo cuando estoy con familias que viven la otra tiranía, la de la autoridad, bajo la cual los niños, callados, cabizbajos y “bien comportados”, no pueden hacer nada.
Qué equivocados están los padres y las madres o qué mal preparados se encuentran para el ejercicio de su paternidad y de su maternidad cuando, en nombre del respeto a la libertad de sus hijos o hijas, los dejan librados a sí mismos, a sus caprichos, a sus deseos. Qué equivocados se encuentran los padres y las madres cuando, sintiéndose culpables porque fueron –ellos  creen– casi malvados al decir un no necesario al hijo, inmediatamente lo llenan de mimos que son una expresión de arrepentimiento por algo de lo que no deberían arrepentirse. El niño tiende a interpretar los mimos como una anulación de la anterior conducta restrictiva de la autoridad. Tienden a interpretar los mimos como un “discurso” de excusas que la autoridad les brinda.
La demostración permanente de afecto es necesaria, fundamental, pero no de afecto como forma de arrepentimiento. No puedo pedirle disculpas a mi hijo por haber hecho lo que en realidad tenía que hacer. Eso es tan malo como no explicar mi arrepentimiento por un error que cometí. Por eso, tampoco puedo decirle no a mi hijo por todo o por nada, un no que sólo responde a lo que a mí me viene en gana. Al decir no debo ser tan coherente como al estimular a mi hijo con un sí.
El modo autoritario y el permisivo, contradictorios entre sí, trabajan contra la formación urgente y contra el no menos urgente desarrollo de la mentalidad democrática entre nosotros. Estoy convencido de que la primera condición para aceptar o rechazar este o aquel cambio que se anuncia es estar abierto a la novedad, a lo diferente, a la innovación, a la duda. Todas ellas
cualidades de la mentalidad democrática que tanto necesitamos y que encuentran un gran obstáculo en los modelos señalados.
No tengo ninguna duda de que mi principal tarea como padre, amante de la libertad pero no licencioso, celoso de mi autoridad pero no autoritario, no es manejar la preferencia partidaria, religiosa o profesional de mis hijos “guiándolos” hacia este o aquel partido o hacia esta o aquella iglesia o profesión. Por el contrario, sin ocultarles mi elección partidaria y religiosa, sólo
me cabe manifestarles mi profundo amor por la libertad, mi respeto por los límites sin los cuales mi libertad se acaba, mi acatamiento de su libertad en proceso de aprendizaje para que ellos y ellas en el día de mañana puedan usarla plenamente tanto en el ámbito político como en el de la fe. Me parece fundamental, desde el punto de vista de la mentalidad democrática, no remarcar la importancia espontánea de la palabra del padre o de la madre sobre la formación de los hijos. Casi siempre lo hacemos, ya sea de forma subrepticia o notoria. Lo ideal para mí, reconociendo esta importancia, es saber usarla, y la mejor manera de aprovechar la fuerza
de mi testimonio como padre es ejercitar la libertad del hijo para gestar su autonomía. Cuanto más las hijas y los hijos vayan convirtiéndose en “seres para sí”, más capaces serán de reinventar a sus padres en lugar de limitarse a copiarlos o, a veces, furiosa y desdeñosamente
negarlos.
Lo que me interesa no es que mis hijos y mis hijas nos imiten como padre y madre, sino que, reflexionando sobre nuestros pasos, den sentido a su presencia en el mundo. Dejarles ver la coherencia entre lo que digo y lo que hago, entre el sueño del que hablo y mi práctica, entre la fe que profeso y las acciones en las que me involucro es la manera auténtica de educarlos, educándome a la par de ellos y ellas, con una orientación ética y democrática.
En realidad, ¿cómo puedo “invitar” a mis hijos e hijas a respetar mi fe religiosa si, diciéndome cristiano y siguiendo los rituales de la iglesia, discrimino a los negros, pago mal a la cocinera y la trato con distancia? Por otro lado, ¿cómo puedo conciliar mi discurso a favor de la democracia con los procedimientos antes mencionados? ¿Cómo puedo convencer a mis hijos de que respeto su derecho a manifestarse, si demuestro malestar ante el análisis crítico de uno de ellos que, aún niño, ensaya legítimamente su libertad de expresión? ¿Qué ejemplo de seriedad doy a los niños si cuando suena el teléfono pido a quien atiende que, si es para mí, diga que no
estoy?
Pero este empeño en favor de la coherencia, de la rectitud, no puede derivar, en lo más mínimo, en posiciones fariseas. Debemos buscar la pureza, humildemente y con esfuerzo, nunca dejándonos envolver en prácticas puritanas o asumiendo actitudes de este tipo. Moral, sí; moralismo, no.
Pedagogía de la indignación

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